5 oct 2017

¿Por qué no puedo decir que a veces soy infeliz?

Quiero que pienses por un momento cuándo fue la última vez que mentiste al responder "Bien" cuando te preguntaron "¿Qué tal?". O cuándo sonreíste amablemente y diste los buenos días aunque en realidad llevases una semana en la que se te iban solapando los días malos.
Es normal. Es por el bien común. No vas a ponerte a llorar en el transporte público por el simple hecho de que es lunes y estás harto de todo. No vas a llegar y le vas a decir al portero del edificio donde trabajas que menudo día de mierda te espera. Ni tampoco vas a entrar por la oficina canturreando "a los malos diiiiiias". No quieres que tus compañeros te eviten a la hora del café ni que tu jefe te mande a hablar con Recursos Humanos.
La sociedad en la que vivimos es un poco hipócrita: una sociedad construida sobre un buen puñado de normas decorosas para la convivencia, de conversaciones de ascensor y de sonrisas amables. De "buenos días" aunque sean las 8 de la mañana de un jueves de enero en el que caen chuzos de punta. Un mundo creado para permitirnos convivir los unos con los otros, para tolerarnos y para no causarnos demasiada molestia. Un mundo en el que no sabemos reaccionar cuando alguien nos da malas noticias. Donde preferimos dar un pésame por Whatsapp porque nos da corte darlo a la cara. Un lugar en el que siempre que te preguntan "qué tal", aunque estés viviendo un tormento interior, siempre responderás que "muy bien, gracias, qué tal tú".
No nos permitimos levantar la voz, chillar o llorar en público porque qué bochorno. De cara a la galería casi no nos permitimos siquiera tener un mal día. No nos permitimos rompernos y desmoronarnos a no ser que sea en confianza, en compañía de alguien a quien conoces mientras sostienes una copa de vino y dices con un nudo en la garganta que no puedes más. Que no puedes más con tu mierda de trabajo, con el imbécil de tu jefe o con el capullo de tu novio. Que no puedes aguantar ni un minuto más en esa relación o que no soportas estar otros seis meses solo. Que no puedes más con las goteras en tu piso. Con la subida del alquiler. Con los atascos. Con el bebé llorón de los vecinos. Con la hora de vida que pierdes todos los días para ir a trabajar. Con la polución. Con la gentrificación. Con la situación de Catalunya. Con Rajoy. Con Trump. Con el calentamiento global y con los pobres osos polares que se están muriendo en el Polo Norte. Que no puedes más en general. O, mejor dicho, en particular: tú en particular no puedes más con ese pesar que llevas dentro.
Como digo, es por el bien común. Tener ciertas normas sociales es importante para que podamos soportarnos los unos a los otros, para no convertir el tiempo que tenemos sobre la tierra en un maldito infierno. Pero al mismo tiempo nuestra convivencia en sociedad nos ha enseñado que las emociones negativas no son bien vistas, que no está bien airear tus problemas y que es casi un fracaso absoluto mostrar tus vulnerabilidades.
Si has visto 'Inside Out' (Pixar, 2015) sabrás de lo que te hablo. Desde que la vi por primera vez pensé en cómo esta película para críos es un regalo para todos esos adultos que tienen algunos problemitas para lidiar con sus emociones. Es decir, para cualquier adulto. Ese regalo es esa píldora de sabiduría de que hay que concederle a la tristeza su espacio, exactamente igual que se lo concedes al resto de tus emociones.
Yo soy infinitamente más feliz desde que me permito tener mis días tristes. Antes, cuando me sentía triste entraba en una fase de negación de mis problemas y ocupaba la mente en otras cosas. Leía, veía series, cocinaba o quedaba con amigos. Con el tiempo, 'Inside Out' y algo de terapia, me di cuenta de que aquella estrategia era como esconder el polvo debajo de la alfombra: en el fondo no estás limpiando nada y, aunque no la veas, la mierda sigue bajo tus pies.
No recuerdo exactamente qué día decidí levantar aquellas alfombras y dejarme arrastrar por la tristeza como si fuera un torturadísimo personaje ideado por una de las Brontë. Me puse el uniforme de estar triste (un pijama), tomé mis alimentos de estar triste (comida basura) e hice mis cosas de persona triste (como pegarme seis horas delante del televisor hasta que Netflix se preocupó por mi estado de salud, tirarme tres horas mirando el techo mientras analizaba todos y cada uno de los errores que he cometido en mi vida desde que cumplí los 12 años y, por supuesto, llorar hasta quedarme dormida). Y oye, qué bien, al día siguiente estaba como nueva. Fue liberador.
Desde entonces abrazo mis días de pena. Hablo de penas pasajeras. Tristezas naturales. Tristezas que deberían estar completamente normalizadas pero que sin embargo no lo están. De esos días en los que no te soportas ni tú. No tienen que venir de ningún disgusto, ni de ningún drama en particular. O quizás sí. Hablo de pararte y pensar, de echar de menos, de arrepentirte o de no sentirte en plenitud. Hablo de aceptar que todo eso es tan normal como levantarte un día de un humor fantástico.
Las emociones no son estatuas. Y desde que acepté esto me siento mucho mejor. Ni más vulnerable ni más fuerte que antes. Nadie puede estar siempre feliz ni siempre puede estar triste, lo cual es un consuelo. Y es que si no tuviésemos esos días nublados, no apreciaríamos lo bonito que es el cielo azul.

-Beatriz S.-

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