Es normal. Es por el bien común. No vas a ponerte a llorar en el transporte
público por el simple hecho de que es lunes y estás harto de todo. No vas a
llegar y le vas a decir al portero del edificio donde trabajas que menudo día
de mierda te espera. Ni tampoco vas a entrar por la oficina canturreando
"a los malos diiiiiias". No quieres que tus compañeros te eviten a la
hora del café ni que tu jefe te mande a hablar con Recursos Humanos.
La sociedad en la que vivimos es un poco hipócrita: una sociedad
construida sobre un buen puñado de normas decorosas para la convivencia, de
conversaciones de ascensor y de sonrisas amables. De "buenos días"
aunque sean las 8 de la mañana de un jueves de enero en el que caen chuzos de
punta. Un mundo creado para permitirnos convivir los unos con los otros, para
tolerarnos y para no causarnos demasiada molestia. Un mundo en el que no
sabemos reaccionar cuando alguien nos da malas noticias. Donde preferimos dar
un pésame por Whatsapp porque nos da corte darlo a la cara. Un lugar en el que
siempre que te preguntan "qué tal", aunque estés viviendo un tormento
interior, siempre responderás que "muy bien, gracias, qué tal tú".
No nos permitimos levantar la voz, chillar o llorar
en público porque qué bochorno. De cara a la galería casi no nos permitimos siquiera tener un mal
día. No nos permitimos rompernos y desmoronarnos a no ser que sea en
confianza, en compañía de alguien a quien conoces mientras sostienes una copa
de vino y dices con un nudo en la garganta que no puedes más. Que no puedes más
con tu mierda de trabajo, con el imbécil de tu jefe o con el capullo de tu
novio. Que no puedes aguantar ni un minuto más en esa relación o que no
soportas estar otros seis meses solo. Que no puedes más con las goteras en tu
piso. Con la subida del alquiler. Con los atascos. Con el bebé llorón de los
vecinos. Con la hora de vida que pierdes todos los días para ir a trabajar. Con
la polución. Con la gentrificación. Con la situación de Catalunya. Con Rajoy.
Con Trump. Con el calentamiento global y con los pobres osos polares que se
están muriendo en el Polo Norte. Que no puedes más en general. O, mejor dicho,
en particular: tú en particular no
puedes más con ese pesar que llevas dentro.
Como digo, es por el bien común. Tener ciertas normas sociales
es importante para que podamos soportarnos los unos a los otros, para no
convertir el tiempo que tenemos sobre la tierra en un maldito infierno. Pero al
mismo tiempo nuestra convivencia en sociedad nos ha enseñado que las emociones
negativas no son bien vistas, que no está bien airear tus problemas y que es casi un fracaso absoluto mostrar tus
vulnerabilidades.
Si has visto 'Inside Out' (Pixar, 2015) sabrás de lo
que te hablo. Desde que la vi por primera vez pensé en cómo esta película para
críos es un regalo para todos esos adultos que tienen algunos problemitas para
lidiar con sus emociones. Es decir, para cualquier adulto. Ese regalo es esa
píldora de sabiduría de que hay que concederle a la tristeza su espacio,
exactamente igual que se lo concedes al resto de tus emociones.
Yo soy infinitamente más
feliz desde que me permito tener mis días tristes. Antes, cuando me sentía triste entraba en una fase de
negación de mis problemas y ocupaba la mente en otras cosas. Leía, veía series,
cocinaba o quedaba con amigos. Con el tiempo, 'Inside Out' y algo de terapia,
me di cuenta de que aquella estrategia era como esconder el polvo debajo de la
alfombra: en el fondo no estás limpiando nada y, aunque no la veas, la mierda
sigue bajo tus pies.
No recuerdo exactamente qué día decidí levantar
aquellas alfombras y dejarme arrastrar por la tristeza como si fuera un
torturadísimo personaje ideado por una de las Brontë. Me puse el uniforme de
estar triste (un pijama), tomé mis alimentos de estar triste (comida basura) e
hice mis cosas de persona triste (como pegarme seis horas delante del televisor
hasta que Netflix se preocupó por mi estado de salud, tirarme tres horas
mirando el techo mientras analizaba todos y cada uno de los errores que he
cometido en mi vida desde que cumplí los 12 años y, por supuesto, llorar hasta
quedarme dormida). Y oye, qué bien, al día siguiente estaba como nueva. Fue liberador.
Desde entonces abrazo mis días de pena. Hablo de
penas pasajeras. Tristezas naturales. Tristezas que deberían estar
completamente normalizadas pero que sin embargo no lo están. De esos días en
los que no te soportas ni tú. No tienen que venir de ningún disgusto, ni de
ningún drama en particular. O quizás sí. Hablo de pararte y pensar, de echar de
menos, de arrepentirte o de no sentirte en plenitud. Hablo de aceptar que todo
eso es tan normal como levantarte un día de un humor fantástico.
Las emociones no son
estatuas. Y desde que acepté esto me siento mucho mejor.
Ni más vulnerable ni más fuerte que antes. Nadie puede estar siempre feliz ni
siempre puede estar triste, lo cual es un consuelo. Y es que si no tuviésemos
esos días nublados, no apreciaríamos lo bonito que es el cielo azul.
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